«A veces», escribe el autor de este libro, Arthur Upgren, «deseo que pudiese ver de nuevo el cielo como lo hacía cuando era un niño antes de que una vida de estudio me suministrase algunas de las respuestas». Y aunque es cierto que toda una vida de investigación y observación astronómica ha hecho que perdiese algo de la inocencia que le daba la juventud y la ignorancia científica, todavía mantiene la capacidad de emocionarse y de conmover a sus lectores; al explicarles, por ejemplo, detalles de cómo se mueven los cuerpos del sistema solar, cual el tamaño de nuestro universo y las maneras en que se miden distancias en él; por qué el cielo es negro por las noches, o si podremos alguna vez, presionados por el aumento de población, crear un medio parecido al que existe en la Tierra en Marte o en la Luna, e instalarnos en ellos. Claro que para lograr conmover y atraer, casi irresistiblemente, a sus lectores, Upgren despliega una serie de recursos tan poco frecuentes como queridos para los miembros de nuestra especie: así, cuando explica cual es la naturaleza de la luz (esa misma luz sin la cual nada habríamos podido saber del universo), aprovecha para recordar la impresión que le produjo la luz crepuscular (esto es, el espectro luminoso) en la catedral de Chartres, nos deleita contándonos cómo la luz artificial altera los ritmos vitales de tortugas de Costa Rica, y cuando trata el tema de la casi redondez de la Tierra y cómo se puede demostrar su achatamiento, habla también del Chimborazo y del Polo Norte, de Colón y de Newton, de cómo Goethe pudo ver el campanario de San Marcos en Venecia desde Padua en un día claro, o Galileo Padua cuando demostró al Dogo veneciano su telescopio en 1609. La tortuga y las estrellas es, en definitiva, un libro de ciencia, sí, de lo que la ciencia nos dice hoy sobre el universo, pero también es, al mismo tiempo, un brillante ejercicio narrativo, en el que ciencia, historia y literatura se reúnen en una maravillosa combinación.