Dicen que había un ateo, un católico, un protestante, un judío, un musulmán y un monje zen que un día decidieron reirse de sí mismos y de lo que representaban. Sabían que era un ejercicio peligroso, porque podían atentar contra lo más íntimo y sagrado de todos ellos, así que llegaron a un pacto: cada uno explicaría chistes de su propia religión. Empezaron, entonces, a contarse chistes y se partían de risa. Se dieron cuenta que, riendo, todos eran iguales; a todos se les relajaban los músculos faciales, todos notaban mariposas frenéticas en el estómago, que los pulmones se oxigenaban y que los lagrimales trabajaban con alegría. Y por encima de todo, cuando acababan de reír y se hacía el silencio, notaban que todo se veía más claro, que se pensaba mejor que le sacaban hierro a los asuntos que les preocupaban.
En la risa encontraron sui divinidad. A excepción del ateo, por supuesto