Hablar de los jerezanos alto y claro no es un asunto demasiado frecuente. Sí es cierto que se ha dicho mucho, sobre lo más evidente y ruidoso, sobre las estéticas jerezanas, sobre ese “señorito” engominado y de meñique tieso, sobre los inacabables apellidos, sobre vinos y caballos, pero hay muchos aspectos que se han quedado en el tintero o han sido tratados de refilón. Jerez, con perdón, no es una ciudad demasiado normal, quizás porque aún convalece de los amarres históricos y sociales, y porque, además de ello, participa muy solidariamente de los hondos atrasos andaluces. Lo único indiscutible es que, esencialmente, no somos ni siquiera parecidos a la imagen de nuestro retrato oficial, sino que, más bien, nuestro espíritu verdadero se aproxima al Jerez que se esconde en las trastiendas. Pero esto no es poco, ni vergonzante, solamente más exacto. No obstante, es apasionante descubrir que, tras cada esquina, en los oscuros zaguanes, dentro de los envinados muros bodegueros, bebiendo a mansalva en un tabanco, hay vida distinta a la que esbozan los cronistas acomodados y a esa ciudad estática y atrapada por unos pocos. Allí encontré a los “duendes” jerezanos, bulliciosos, auténticos, justicieros, disparatados e impredecibles. Es como poco sorprendente que nadie haya hablado aún de ellos, siendo tan evidentes, ni de esa larga relación de conductas desafinadas, de personajes estrambóticos, de situaciones descabelladas resultantes de sus influencias. Esos “duendes”, sin saberlo los interesados o sin ser conscientes de ello, han gobernado el destino de todos nuestros personajes más notables, escritores, “señoritos”, apellidos, toreros, flamencos, políticos, empresarios,… pero también han contaminado los comportamientos de nuestros representantes más notorios, esos jerezanos de a pie con una significación notabilísima para nuestra historia doméstica. Esos “duendes” jerezanos, que según mis investigaciones aparecen en las cercanías del vino y en días de levante, han desquiciado a muchos jerezanos, o mejor, los han vuelto alocadamente razonables, personajes que, como suele decirse por aquí, tienen un “tirito”, cuando no una ráfaga.