Catalina de Erauso, la monja vestida de hombre que recorrió la América española, debió de ser un personaje brutal, un asesino ocasional que contaba sus crímenes con indiferencia y un soldado castigado por su crueldad con los indios. En la obra de De Quincey, Catalina se convierte en una muchacha hermosa y lozana, un héroe militar, una heroína romántica que por la fuerza de las circunstancias y cierta viveza de genio -que su autor encuentra disculpable- reparte estocadas entre los insolentes pero mantiene siempre el sello de pureza y religión de sus años de convento.
De Quincey, que nunca cruzó el Canal, que nunca levantó la mano contra nadie, fue uno de los grandes aventureros ingleses, a quien una botella de láudano transportaba del silencio de su biblioteca a reinos más extraños que el Perú. El azar de una lectura lo movió a recrear los duelos, persecuciones y naufragios de una muchacha, de la sombra de una muchacha, a la que dio vida no con documentos que no se ocupó en leer, sino con su propia imaginación, espléndida y atormentada.