Ola Yevguénieva, Vera-Margarita Abansérev, Vitali Kroptkin, Aleksandr Vólkov y Iósif Bergchenko eran para mí autores desconocidos antes de que Anastasia Maxímovna me hiciese llegar sus cuentos. Después de leerlos uno piensa que forman parte de una ficción sobre una ficción. Todo lo que sucede en sus relatos construye la historia de un territorio, de un país que podría ser del todo imaginario. Incluso la realidad: la historia de Rusia del último siglo y medio, ¿no podría ser pensada como una enorme fábula? Un país tan grande que parece mentira que pueda existir, que ha escrito epopeyas de una magnitud inconcebible y que ha provocado y padecido terremotos que se perciben alrededor del globo? Como si la ficción sólo se pudiese entender desde la ficción, estos cuentos describen un arco histórico que va desde aquel supuesto principio de los tiempos que es el siglo XIX hasta las líneas de bajo coste; desde la recreación de algunas fábulas tradicionales hasta la difícil relación de Rusia con el siglo XXI. Los cuentos hablan de Rusia desde Rusia, lejos de las corrientes que intentan hacer desaparecer el lugar en el no-lugar o diluir el yo y el nosotros en las sociedades líquidas. Son cuentos físicos, concretos, los personajes no padecen angustias existenciales francesas, se alejan de ironías serviles y esquivan el postmodernismo ubicuo que desprecia formas e identidades culturales?