Olav no había dormido y estaba escuchando el juicio que su hijo se había formado sobre su vida. Al mismo tiempo se presentaba a su espíritu una visión en medio del delirio de la fiebre. Este delirio, sin embargo, no era lo suficientemente violento para que no se diera cuenta de las cosas. En él Olav veía un campo lleno dew cardos, de umbellas y de madroños. Las malas hierbas elevaban atrevidamente hacia el sol sus flores amarillas y rojas, y el buen grano crecía tan mal que apenas se daba uno cuenta de que había sido sembrado. Pero, en el campo, alguien avanzaba... Unas veces Olav creía ver a su ángel de la guarda, y otras reconocía a Eirik... Era un amigo que no preguntaba si el moribundo le había cuasado perjuicio, sino que sólo pensaba en levantar las pobres espigas que veía entre los cardos no hubiera debido ser así. La vida de Olav hubiera debido ser como un campo de cebada muy blanca, muy clara, esperando al segador. Pero allí, en el campo, había alguien que había encontrado un puñado de espigas y las pondría en la balanza.