Son las ocho de la tarde de un jueves cualquiera en Aleppo a principios de los años ochenta, y por las callejuelas de la ciudad desfilan cuatro mujeres que proceden de la misma casa, totalmente cubiertas por un velo negro y guiadas por un hombre ciego. Al mirarlas mientras andan como sonámbulas hacia los baños públicos, nadie diría que detrás de esta máscara oscura hay cuerpos con recuerdos y anhelos distintos, pero así es: Maryam, la mayor, anega en rezos el recuerdo de un amor que no fue; Marwa colecciona mariposas muertas y siente aun el olor del hombre que la enloqueció de deseo, y Safa piensa en las camisolas ligeras que vestía antes de marchar a Afganistán con su esposo y compartir con él una chabola de barro.
Cierra la fila una joven sin nombre, que se alimenta de odio para definirse frente a los demás y aceptar que tanta renuncia al placer tiene un sentido. Es ella quien pone voz a esta historia, para recordar sus días de estudiante y activista en una lucha sin reglas claras, mientras los escuadrones de la muerte arrasaban las calles, sus años en la cárcel añorando el perfume de las especias y peleando por llevarse a la boca una manzana podrida, y finalmente el exilio en Inglaterra, un país sin colores y sin oídos.
En las palabras de esta mujer sin nombre caben el pasado y el presente de Siria, una tierra que Khaleb Khalifa ama y describe con auténtico talento.