La inspectora Esther Béjar nunca ha sentido mucho interés por los tebeos, si exceptuamos los viejos álbumes de su infancia que protagonizaban Mortadelo y Filemón. Por eso no sabe qué pensar al enfrentarse a un cadáver hecho trizas, sobre cuya mesa aparecen cuatro viñetas de una aventura de Tintín. Y conforme avanza en el caso la cosa se vuelve peor: a Tintín seguirán Corto Maltés, Blake y Mortimer, Conan el Bárbaro y un rosario de héroes de papel que Esther conoce apenas por sus nombres y asocia a un extraño mundo en dos dimensiones, decorado con ciudades exóticas, monstruos, robots, damiselas en apuros, pilotos espaciales, rayos y truenos, héroes y villanos que huelen al chocolate de la merienda, a días lejanos en los que la vida era menos urgente.
A la inspectora, que acaba de estrenar puesto en la policía criminal, le parece haber entrado en la página de un cómic, y se equivoca. Porque en los cómics no hay superiores que miran por encima del hombro ni compañeros que no se molestan en mirar; no hay madres que te convierten la moral en el barro de una esterilla, ni hijos que leen libros de Termodinámica a escondidas; no hay maridos que se pierden en una casa en llamas. Porque en los cómics, donde todo es nítido y está trazado con líneas indelebles, no caben esos manchurrones de tinta que son la duda, la desesperación, el cansancio, el temor a equivocarse. Ahí están los villanos a los que debe derrotar, para luchar contra los cuales sólo contará con su pasado y, es cierto, un compañero que no se espera: el último superhéroe, con la camisa sin lavar.