Sólo un hombre tan convincente podía desencadenar esta revolución de la mirada.
Paul Durand-Ruel (1831-1922) es el único de quien puede decirse que realmente inventó el oficio de marchante de arte. Reconocerlo no resta misterio al hecho de que este burgués ultraconservador, monárquico, católico y con prejuicios xenófobos lo arriesgara todo para defender a esos revolucionarios que fueron los primeros impresionistas. Puso en peligro su buen nombre, su fortuna y la estabilidad de su familia para sostener a un agitador como Courbet, un anarquista judío como Pissarro y un republicano como Monet. Sus profundas convicciones artísticas le permitieron sacrificarlo todo para mantener a sus pintores ofreciéndoles unas condiciones de creación que resultaban insólitas en aquel momento. Y en cuanto a los coleccionistas, Durand-Ruel, más que transformar el gusto imperante, quiso imponer el suyo. Su biografía es un relato con tintes épicos de esos años de arduas negociaciones en las trastiendas del mercado del arte, los salones de los coleccionistas más prestigiosos y los pasillos de las casas de subastas, los grandes museos y las galerías más famosas de Europa y América.