¿Quién no recuerda, entre los acordes de Rhapsody in blue, las imágenes de los rascacielos y puentes de Manhattan con que arranca el mejor homenaje de un director a Nueva York y a sus neuróticos habitantes ? «Amaba Nueva York… La había hecho desproporcionadamente romántica. No importaba cuál fuese la estación, para él era una ciudad en blanco y negro que vibraba al son de las grandes melodías de George Gershwin», dice la voz en off de Isaac (Woody Allen) al comienzo de Manhattan, la cómica y encantadora crónica de varias parejas de la seudointelectualidad neoyorkina. Nadie negará que en un cine como el de Woody Allen, donde los personajes no paran de hablar, se interrumpen y se atropellan con asombrosa espontaneidad, la lectura del guión siempre resulta gozosamente enriquecedora, no sólo para cinéfilos y entusiastas, sino también para el lector común, que puede leer el filme como si de una narración dialogada se tratara y sorprenderse con la sinceridad y el humor de su autor.