Alma torturada y doliente, Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni (1475-1564), más conocido como Miguel Ángel, supo encauzar su pasión temerosa de Dios para crear algunas de las piezas más admiradas y aplaudidas de la historia del arte. En ellas intentó conciliar las fuerzas en aparente conflicto que convivían en su persona: las pasiones terrenales y el temor de Dios. El edificio consagrado a la belleza (indistintamente celestial e infernal) que Miguel Ángel erigió a mayor gloria del Señor resulta incomparable. Sus predecesores aspiraban a ganarse el cielo exclusivamente a través de la fe; Miguel Ángel buscó la elevación en la exaltación contemplativa de la belleza.
En el cuerpo humano, tal y como este brota de la mano del Creador, encontró el lienzo adecuado sobre el que expresar sus pasiones. Así sucede incluso en los techos de la Capilla Sixtina, una obra que le expuso al ridículo de críticos pacatos que le acusaron de introducir motivos paganos en un espacio religioso y decidieron cubrir las desnudeces de sus impúdicos titanes. Miguel Ángel fue un coloso condenado a no conocer el verdadero reconocimiento de su genio en vida. El espectáculo de su gloria resultaba excesivo para sus coetáneos.