El centro del Mester de progresía es el homo progre, espécimen de raíz carpetovetónica que mutó en los años del tardofranquismo. No hay que confundirlo con el rojo, ora en versión socialdemócrata, ora en su radicalismo comunista. El progre es otra cosa. El progre es aquel individuo que se cree con todo el derecho del mundo para despotricar de los demás, y con una autoridad moral superior e infi nita que lo resguarda de las críticas ajenas. El progre no se entiende sin el facha, recreación progre a partir del carca clásico. Sin facha no hay progre, de ahí la necesidad mutua. Con el tiempo, el progre pasó de la penumbra del cineclub al escaparate público del poder: ministerios, consejerías, parlamentos, periódicos… Todo se llenó de progres que gritaban cuando no tenían el poder, y que callan cuando lo ejercen de forma muy similar a como lo hacen sus adversarios. De la pegatina al BOE sólo hay un paso. El homo progre ha conseguido, en su proceso de adaptación social, una máscara de hierro –vulgo rostro pétreo– que le ha permitido, hasta ahora, criticar sin ser sometido a crítica. Tiempo va siendo de que el humor, ese corrosivo necesario, ponga a cada progre en su sitio.