Un largo período parece acabarse, aquel donde las interrogaciones del presente debían encontrar su respuesta en el futuro. Aquel donde la cuestión principal era preparar el porvenir, programar la economía y la sociedad a largo plazo. Mientras que en el drama moderno encontramos la pretensión optimista de la totalidad -del sujeto, del mundo, del Estado-, en lo trágico posmoderno hay preocupación por la "enteridad", que induce a la pérdida del pequeño yo en un Sí más vasto: el de la alteridad, natural o social. Si el narcisismo individualista es dramático, la primacía de lo tribal es trágica.
Hoy se asiste a lo que se puede llamar el retorno del destino, que se expresa bajo la forma de lo imprevisible y del presente puro. Esta nueva intensidad del instante explota hacia todas las direcciones: desde los videoclips hasta los juegos informáticos, desde las manifestaciones deportivas hasta las fiestas tecno, pasando por la ecología, incluso la astrología. Un universo de rituales, placeres e imaginarios compartidos sustituye a la ideología del progreso centrada en el individuo atomizado: un verdadero reencantamiento del mundo que pasa por la fiesta y por otra relación con el entorno. La ética que nace de esta sociedad nueva no puede ser otra que la de la tragedia: aquella del consentimiento de la plenitud del instante y de la aceptación lúcida de lo efímero.