Desde los primeros años de su fecunda actividad, don Francisco de Quevedo dio sobradas pruebas de su amor por la cultura clásica. Numerosas traducciones de autores griegos y latinos jalonan, como prueba de ese interés, toda su ingente producción literaria. Lo mismo podría decirse de sus ensayos estoicos y de la Defensa de Epicuro, aparecida en Madrid en 1635. Con esta apasionante apología Quevedo intentó hacer del filósofo griego, impulsor del materialismo atomista y hedonista, un filósofo cristiano. Continuaba así la huella de los primeros humanistas italianos y, sobre todo, de Erasmo, quien, con el propósito de rehabilitar a Epicuro, había establecido un parangón similar. Quevedo debe ser considerado en este sentido como un exponente más del vasto movimiento paneuropeo que, a lo largo de varios siglos, intentó acomodar las escuelas filosóficas de la antigüedad al pensamiento cristiano.