Se caracteriza el desencanto del mundo por ser definitivo e irreversible porque representa la memoria histórica del no-más. ¿Cómo recordar el tiempo en el que lo divino habitaba la tierra y unía en comunión hombres y naturaleza, o el tiempo en que la palabra fundadora representaba el diálogo con Dios? ¿Y cómo olvidar, contrariamente, aquel tiempo si la constitución del sentido, en la tierra abandonada por dios, implica precisamente el hecho de que la comunión ha desparecido, de que el diálogo es inverosimil? Este doble movimiento de la memoria constituye el desencanto que, por esto, da lugar a una figura histórica completamente irreductible y específica.