La poesía de Miguel Ángel Velasco celebra el don de la mirada. Y si bien la flor viva que crece sobre el suelo de estos versos tiene sus raíces bien hundidas en la turba oscura de la muerte, habiéndose alimentado del atropello y de la rabia, la energía que la empuja es la de la gratitud, que se manifiesta en asombro y alabanza. A fuerza de enfocarse en el objeto, el sujeto se disuelve en lo contemplado, y en su visión caleidoscópica cada fragmento de mundo refleja la profundidad de campo en que aparece; un vilano al vuelo, un amonnites, un charco olvidado, se nos muestran como sagradas pepitas del gran tesoro.