La poesía de Enrique Molina es una de las más deslumbrantes de la lengua española. Como dijo Octavio Paz en cierta ocasión : “La poesía de Molina, como un cuchillo, no describe, se hunde en la realidad. Es un tatuaje imborrable, una herida perpetua, una joya viva en este inmenso desierto de baratijas”. Fanática de los espacios libres, es el deseo el que le dicta sus imágenes decisivas : aquéllas que hacen de todo fracaso una experiencia adorable. Su poesía, que comenzó abriéndose en las incitaciones de un viaje mágico por los ociosos ríos del trópico, torna ahora, en su indeclinable vocación americana, a “jibarizarse”, a reducirse a lo esencial. Poemas breves y ardientes en los que el fuego de una existencia quemada a fondo dibuja sus más discernibles siluetas. Ese sol, esa playa, esa huella, que son siempre la primera y la última. Como dijo el propio Molina : “La divinidad está en las cosas, en cada forma de la tierra, en cada cuerpo vivo y carnal, en el día y la noche. Esa es nuestra idolatría, y ella nace de lo más profundo de la sangre”. Toda su obra se halla colocada bajo el signo de la aventura. Partidario de una religión animista que busca sacralizar la materia, la poesía de Molina vuelve sincréticas las entidades dispares y reconcilia, en su desgarradura, lo que parecía escindido. Tratando de fijar lo que huye configura así una de las más personales singladuras al interior de sí mismo y por la fascinante intemperie de este planeta. Gracias al vuelo de sus imágenes, podemos aspirar, por fin, el polen del Paraíso.