Más de cincuenta años antes de que Jean-Paul Sartre
escribiera que el infierno son los otros, el dramaturgo sueco August
Strindberg (1849-1912) ya había descubierto que el infierno
está aquí, en esta tierra, y que el hombre sólo consigue
librarse de él mediante el dolor que sufre a la vista de su propia
maldad y la del prójimo.
Inferno, magnífico y terrible relato autobiográfico,
en la confidencia de las crisis que sufrió el autor entre 1894 y
1897, tras su segundo matrimonio, y que lo sumieron en un violento delirio
de persecución: el resultado fue una profunda transformación
espiritual que orientó sus búsquedas artísticas por
vías nuevas. Pero para llegar a ese desenlace de su crisis, la agitación
llevó a Strindberg a encontrar en todo, por medio de sus investigaciones
ocultistas y químicas, la existencia de unas correspondencias misteriosas,
de repentinos presagios, de azares insospechados, de persecuciones de «potencias»
o poderes ajenos a este mundo. Strindberg iba a aprovechar esa experiencia
como materia para los dramas oníricos de su última etapa:
La danza de la muerte, Sonata de espectros, Sueño y la trilogía
final, El camino de Damasco, en los que sus personajes se adelantan a las
teorías de Freud. Esos dramas oníricos dieron nacimiento
al expresionismo dramático e influyeron en dramaturgos como Pirandello
y O’Neill, como el alemán Werfel y el francés
Lenormand.
La crisis de Inferno permite adentrarse, a través de repentinos
relámpagos, en profundidades abisales, y ofrece la imagen inquietante
de un mundo que trata de recobrar el equilibrio perdido.