El rockero irlandés Bono celebró el sesenta aniversario del nacimiento de Elvis Presley con el homérico poema “Elvis: el David americano”. Aquella letanía ponía de manifiesto las muchas caras de la persona y el personaje, el Elvis que conocieron sus amigos más íntimos y el que construía para divertirse con su pandilla. Y luego, claro, estaba la superestrella, el mito, ese Elvis Presley convertido en un dios a través de una desmedida devoción del público, de los trajes extravagantes y de los apoteósicos arreglos musicales. Existen demasiados Elvis como para que resulte fácil contar la vida de ese muchacho del Sur, tímido y sencillo, que cumplió su sueño de salir de la pobreza cantándole a Dios y llevando con él a su familia, sus amigos y a cuantos pudo ayudar en el camino. John Lennon diría que antes de Elvis no hubo nada. Y es cierto. Hasta que Elvis no asaltó las radios y los televisores haciendo tambalear la sociedad del momento, la música popular no era ni de lejos tan popular, y desde luego, no era un instrumento de representación del sentimiento juvenil. Treinta años después de su muerte, la verdadera valía artística de Elvis Presley se pierde entre el millón de anécdotas que pueblan su historia. Mientras pueda hablarse de los flecos de sus trajes blancos, de sus patillas y de su dieta exagerada, ¿a quién le importa la hondura casi dolorosa con la que interpretaba muchas de sus grandes canciones o el drama y la tristeza que destilan algunos de los discos y grabaciones en directo? Este libro pretende filtrar las innumerables versiones de Elvis Presley con un poco de esa pasión sin la cual es imposible comprender la figura que vivió, en su mayor parte, para intentar hacer felices a cuantos le rodeaban, a ser posible, con una canción.