• TRISQUELIUM: LA LLAVE DE PODER

    MARS, SAULO AUTOR Ref. 9788496870710 Altres productes de la col·lecció Altres productes del mateix autor
    PRÓLOGOEstos han sido buenos tiempos para la raza dragónida, en los que hemos disfrutado de paz y tranquilidad porque hemosvivido en equilibrio con la naturaleza y con todo lo que nos rodeaba. Después de muchos miles, quizá millones de años, al fin habíamos aprendido que el mejor cam...
    Dimensiones: 215 x 150 x 25 cm Pes: 450 gr
    Sense estoc
    15,00 €
  • Descripció

    • Encuadernació : Otros
    • ISBN : 978-84-96870-71-0
    • Data d'edició : 01/11/2012
    • Any d'edició : 2012
    • Idioma : ESPAÑOL, CASTELLANO
    • Autors : MARS, SAULO
    • Ilustradors : PINTURERO
    • Nº de pàgines : 324
    • Col·lecció : NARRATIVA JUVENIL
    PRÓLOGO





    Estos han sido buenos tiempos para la raza dragónida, en los que hemos disfrutado de paz y tranquilidad porque hemos
    vivido en equilibrio con la naturaleza y con todo lo que nos rodeaba. Después de muchos miles, quizá millones de años, al fin habíamos aprendido que el mejor camino es la armonía con nuestros iguales. Atrás habían quedado las devastadoras gue- rras: esas masacres sin sentido que nos impulsaban a reunir e invertir todo nuestro saber, con la única finalidad de destruir- nos entre nosotros.
    Contra toda racionalidad, las ansias de destrucción que po- seía nuestra especie durante la era que precedió a este estado de paz no podían excusarse en una inteligencia apenas cultivada, o en el hecho de que hundiesen sus raíces en una civilización sumida en un estado primario de desarrollo. Más bien al con- trario; habíamos conseguido avances maravillosos, poseíamos la más avanzada tecnología, y con ella podíamos incluso des- plazarnos de un planeta a otro si lo deseábamos. Sin embargo, nuestro logro más valioso era nuestro avance psíquico; aquello que otras culturas llamarían magia.
    Tomando conciencia de las incontables posibilidades que el poder mental desplegaba, adquirimos entre otras cosas la ca-

    Trisquelium



    pacidad casi absoluta de comunicarnos ya no solo con nuestros semejantes, sino también con los seres de la naturaleza y con los mismos frutos de nuestro progreso técnico: las máquinas. Algunos se atrevieron a pensar entonces que el deseo de exter- minación propio de nuestra raza desaparecería para siempre, disipado por la interconexión que nuestros descubrimientos nos brindaban; pero eso era, como recientemente y para nuestra desgracia hemos podido comprobar, una presunción ingenua.
    Existe una antigua historia que se ha transmitido de gene-
    ración en generación, y es nuestra propia historia. En ella se na- rra cómo vivían nuestros antepasados desde los comienzos de nuestra raza, cómo perdían su sangre y su dignidad en aquellas vergonzosas guerras, cómo alcanzábamos la paz cuando por fin nos dimos cuenta de que la lucha entre nosotros no nos llevaba a nada, y cómo la volvimos a perder en el momento que llegaron los invasores y casi consiguieron que nuestra raza se extinguie- ra; fue entonces cuando los Forjadores Cósmicos, en su infinita generosidad y sabiduría, nos otorgaron antes de su gran viaje lo que se convertiría en la pieza clave del equilibrio de nuestro amado planeta: el Alma Cósmica. Este maravilloso don habría de guiarnos en el camino para salir de la barbarie provocada por la lucha contra los invasores. No obstante, si semejante poder fuese a caer en malas manos, las consecuencias serían nefastas. Por esto mismo, y sabiendo que la codicia de nuestra raza puede ser infinita, la historia relata cómo el Consejo de los Ancianos decidió ocultar el Alma: fue trasladada por los mejores druidas de aquellos tiempos hasta su destino final, una zona neutra de gran concentración energética, denominada la Isla de la Niebla. Allí, el Alma Cósmica sería custodiada con celo, sabiendo que si llegado el momento la necesitábamos, ella nos respondería. De este modo sería como si los Forjadores Cósmicos nunca se hubieran ido; como si, encarnados en su don, permaneciesen aún con nosotros.
    Sin embargo, y para desgracia de todos, el largo período en




    el que la paz y la armonía han reinado entre nosotros y nuestros hermanos ha llegado a su fin, dando paso a una nueva época de discordia. El antiguo poder que los Forjadores Cósmicos nos dejaron se encuentra ahora en serio peligro, y con él, todos los que moramos en el planeta Caleach.
    El momento está cerca y debemos estar preparados?






    1





    Dentro de la gran sala octogonal de control, donde se regis- tra todo lo que sucede en el planeta Caleach, una luz se ilumina
    en uno de los cientos de paneles y, con un pitido, avisa de que algo no va bien. Una figura de apariencia humana, vestida con un traje endoenergético de color azulado ceñido al cuerpo, se acerca con agilidad por uno de los laterales de la estancia para comprobar qué es lo que sucede. Cuando llega al panel, se per- cata de que figuran en él una serie de coordenadas donde las alarmas se han activado. A través de la holopantalla que acaba de accionar, realiza una exhaustiva búsqueda por el sector del planeta en el que se ha producido la anomalía. Al poco de rea- lizar las comprobaciones, algo hace que en su rostro se refleje la desesperación y, guardando en un memorium la información que acaba de recibir, se dirige al centro de la sala. Allí, sentada en una butaca rodeada de holopantallas, una figura también de apariencia humana trabaja sin descanso tecleando sobre uno de sus paneles.
    ?Señor ?llama el joven controlador a su jefe que, sin per- catarse de nada, continúa con la labor?. Señor, disculpe ?in- siste de nuevo el joven.




    ?¡Ah! Sí, dime, ¿qué ocurre? ?contesta al fin el controla- dor jefe, levantando su rostro arrugado.
    ?Acabo de recibir una señal de alarma procedente de ciertas coordenadas y he pensado que debería ver de qué se tra- ta ?asegura el controlador con cierto nerviosismo.
    Por una pequeña abertura en una de sus mangas, el joven
    saca el memorium y se lo entrega al controlador jefe, quien a su vez lo inserta en uno de los paneles para poder visualizarlo en la holopantalla que tiene justo enfrente.
    Al ver el contenido del memorium, el controlador jefe se
    sume por un momento en la estupefacción. Acto seguido, con expresión grave y resuelta, vuelve la cabeza y, haciendo un gesto con la mano, capta la atención de uno de los guardias que cus- todian la sala.
    ?Rápido, soldado, llévale este memorium al rey Larmos.
    No te demores ?le advierte, poniendo especial énfasis en las últimas palabras.
    ?Sí, señor ?asiente el soldado con rectitud marcial.
    El soldado kórnox ?también de rasgos humanoides, aun- que con una complexión más robusta que la del joven contro- lador y ataviado con una coraza de colores brillantes? coge el memorium, lo introduce por la pequeña abertura de su manga izquierda y se dirige hacia la salida de la sala octogonal. Al lle- gar a la altura de la sólida puerta de metal, extiende la mano hasta posicionarla sobre la pulida superficie, pero sin llegar a tocarla. Al instante, esta comienza a desvanecerse hasta que no es más que una estela etérea, como si de suave humo se tratase. El soldado la traspasa sin problema alguno y, tras él, recobra su forma ordinaria de sólida puerta de metal, decorada en su perímetro con bellos ornamentos rúnicos. La brillante luz de los astros penetra por las grandes vidrieras del largo pasillo, acompañándolo en su travesía. Bellos relieves de extraordinario realismo decoran toda la longitud de las paredes; en ellos, unos seres de poca estatura combaten contra otros colosales y, so-




    brevolándolos a todos, portentosas naves y criaturas disputan a la par su propia lucha en el cielo, mientras dos grandes reptiles entrelazados pelean en el mar de forma encarnizada.
    El soldado kórnox hace un giro en el pasillo para adentrase en otro más corto, y cuando llega al final se detiene justo de- lante de la pared donde este termina. Repite el gesto que antes ha realizado para abrir la puerta de la sala octogonal, y lo que hasta ese momento parecía un simple tabique toma la etérea y desdibujada apariencia de una humilde puerta de madera. Ya definida en su totalidad, el soldado atraviesa el umbral y, a su espalda, el aire se concreta de nuevo en firme y sólida pared impenetrable. Se encuentra ahora en el interior de una peque- ña habitación redonda, en cuyo centro, un hermoso dibujo de un reptil enroscado abarca el suelo delimitando un círculo. Se dirige hacia allí y realiza un gesto ascendente con la mano. Al instante sus pies se despegan del suelo y comienza a elevarse en vertical por encima del círculo, de manera suave e ininterrum- pida. Lo que al principio parecía una pequeña sala es en reali- dad una habitación que se extiende hacia lo alto, como si del interior de una torre se tratase. Al rato de ascender por dentro de esta especie de torre ?sin que medie nada más que aire en- tre sus pies y el lejano suelo? y cuando está a punto de llegar a lo más alto, hace otro gesto, esta vez con la intención de detener su ascenso. Entonces sitúa la mano contra la suave pero firme pared blanca sin llegar a rozarla, hasta que esta, igual que la vez anterior, toma la nebulosa forma de una sencilla puerta de madera que no duda en atravesar. Así, de nuevo en un pasillo, recorre la distancia que lo separa de la gran entrada con orna- mentos florales que se alza al final del corredor.
    Delante de la majestuosa puerta, el fornido dragonio enun-
    cia con su áspera voz el cometido que ha venido a realizar:
    ?Entrega de memorium para su alteza el rey Larmos.
    Tras unos segundos, la puerta adquiere la familiar aparien- cia etérea y el soldado pasa a través de ella.




    En la gran habitación cuadrada y luminosa, se encuentran de pie conversando dos presencias de apariencia humana con sendas copas en sus manos. Uno de ellos, más alto y corpulento que el otro, viste un traje blanco ceñido al cuerpo y surcado por dibujos dorados. Cubriendo el conjunto, una capa igualmente dorada, orlada con escamas en relieve, cae elegante sobre sus hombros. Percatándose de la entrada del soldado, la regia figura se da la vuelta para situarse frente a él.
    ?Adelante, soldado. Dime, ¿qué me traes? ?pregunta el dragonio de noble aspecto, mostrando una agradable sonrisa que asoma entre su bien cuidada barba.
    El soldado saca de la abertura de su manga la pequeña lá-
    mina de energía y, haciendo una reverencia, se la entrega.
    ?Mi rey, traigo este memorium de parte del controlador

    jefe.



    ?Bien, soldado. Puedes retirarte.
    ?Sí, mi señor ?asiente el soldado, realizando una nueva

    reverencia antes de salir de la sala.
    ?En fin, mi buen amigo Méltor, veamos de qué nos in- forma el controlador jefe ?comenta el rey Larmos, mirando al otro dragonio que está con él.
    El anciano Méltor, vestido con una larga túnica de color violeta ribeteada con elementos florales de distintas clases, si- gue a su rey hasta la columna de mediana altura ubicada en el centro de la estancia y lo observa atento mientras este introduce la fina lámina por una abertura de la columna. En ese momento, la bóveda de la sala, decorada con bellas pinturas, se convierte en una enorme holopantalla que abarca casi toda la estancia. En su superficie comienzan a dibujarse, nítidas y brillantes, unas gigantescas formas.
    ?Fíjate, Méltor, parecen naves trántox clase Interceptor
    ?indica el rey Larmos a su amigo. En su pulcro rostro se ha borrado cualquier atisbo de alegría, y ahora refleja tan solo una gran preocupación.




    En la holoproyección, una docena de siniestras naves ne- gras, ornamentadas con escudos rojos que representan la ca- beza envuelta en llamas de un fiero dragón escupiendo fuego, sobrevuelan un mar apacible.
    Al contemplar las imágenes, el rostro de Méltor, surcado de numerosas y delgadas líneas que relatan silenciosas lo dura que ha debido de ser su vida, se torna aún más arrugado y viejo, sumándole de repente muchos más años de los que ya tiene. No obstante, y pese a la desazón que la holoproyección le pro- voca, es incapaz de apartar la vista. Acercándose todavía más a la holopantalla, se toca con nerviosismo su larga y descuidada barba, y frunce el ceño como si estuviera buscando en su cabeza el modo de introducirse en las imágenes.
    ?Alteza Larmos, esto no es nada halagüeño. Según pare- ce, las naves trántox se dirigen hacia la Isla de la Niebla, y por lo que se aprecia en las imágenes de la grabación ya están bastante cerca ?asegura el anciano, señalando un punto concreto de la proyección con su huesudo y tembloroso dedo.
    ?Esto es peor de lo que me esperaba ?confiesa el rey Lar- mos con inquietud?. Creí que aún tardarían un poco más en dar este paso? ?su voz es baja, meditabunda, como si en rea- lidad estuviera hablando para sí mismo?. En fin, Méltor, ¿crees que aún tenemos tiempo suficiente para encontrar al elegido?
    ?le pregunta a su amigo y confidente, mirándolo con unos ojos de un azul tan intenso que parecen querer atravesarlo.
    ?Sí, mi señor, creo que sí. De hecho, casi se podría decir que lo tenemos ?contesta Méltor, animándose levemente y re- cobrando algo de su alegría perdida?. Llevamos contactando desde hace algún tiempo con quien creemos que es, casi con total seguridad, el elegido. Nos ha costado encontrarlo, pero ya lo tenemos ?asegura dando un golpe seco en el suelo con su bastón para dar fuerza a sus palabras?. Nuestros informadores por lo menos así lo creen.
    ?Y tú, ¿qué es lo que crees? ?pregunta el rey mientras




    apoya su mano sobre el hombro de Méltor en un gesto de afa- bilidad y confianza.
    ?Yo también creo que es el elegido; pero tal vez lo mejor sería traerlo y, una vez aquí, comprobar que en realidad es él, aquel que tanto tiempo llevamos buscando. De ser así, yo me encargaría de que se desenvolviera y prosperara en nuestro pla- neta, además de que desarrollara al máximo todas sus energías y capacidades interiores.
    ?Como bien sabes, es de vital importancia que no se de- more demasiado el hallazgo ?señala el rey Larmos.
    ?Sí, mi señor. En cuanto tenga nuevas, se lo haré saber.
    ?Amigo Méltor, los Forjadores Cósmicos nos dejaron un maravilloso legado que no debe ni puede perderse ?comenta el rey Larmos con un matiz nostálgico al recordar tiempos preté- ritos, cuando todo era distinto.
    Méltor asiente con la cabeza, pues él también recuerda.
    ?Mi señor, no debemos olvidarnos de los custodios de la isla. Quizá ellos puedan impedir que los trántox penetren en el interior de la montaña ?dice pese a que ni siquiera él mismo conf ía demasiado en sus propias palabras.
    ?Sí, tienes razón, aún tenemos esa baza. Sin embargo, no debemos confiarnos demasiado, pues los trántox son conocidos por su vileza y también por su brutalidad ?advierte con segura certeza el monarca dragonio. Después, se vuelve para extraer el memorium de la columna, haciendo desaparecer con ello las muy significativas imágenes?. Debemos convocar al Consejo de los Ancianos de manera extraordinaria y urgente. Es preci- so no demorar por más tiempo lo inevitable ?añade en tono apremiante.
    ?Sí, mi señor, estoy de acuerdo con ello. Creo que sería lo
    más prudente. Por esta razón, si su majestad me da permiso, me retiro en seguida para convocar al Consejo en su nombre ?re- suelve el anciano.
    ?Adelante, Méltor, ve ?consiente el rey Larmos no sin




    cierta desazón, intuyendo los tristes e inevitables aconteci- mientos que se aproximan. Realizando una reverencia antes de salir de la sala, Méltor traspasa la puerta para cumplir con su cometido.
    Pensativo, el esbelto y bien parecido rey Larmos se acerca a uno de los grandes ventanales de sus aposentos con los brazos cruzados a la espalda mientras juguetea abstraído con la lámina de energía, haciéndola girar entre sus dedos. Tras esta inmensa ventana por donde penetran los potentes rayos de luz de los grandes astros, el rey Larmos contempla, desde una muy consi- derable altura, gran parte de lo que rodea al castillo: los bellos bosques, los animales viviendo en plena libertad, el lago... En este entorno benévolo, la vida fluye en su estado más puro.
    En tan solo un momento, la pequeña lámina de energía que
    va cambiando de lugar entre sus dedos desaparece con un leve gesto de su mano, transformándose en aire, como si nunca hu- biera existido.






    2





    ¡R ing! ¡Ring! El despertador anuncia el comienzo de un nue- vo y largo día. ¡Plas! Marcus lo apaga con desgana dándole un
    manotazo y se da la vuelta en la cama para seguir haciéndose el perezoso un poco más antes de lo inevitable. Pero el desper- tador es persistente, y con más brío en su timbre comienza de nuevo su rutina, anunciando una vez más el inicio del día.
    ?Otra vez no ?protesta metido debajo de las mantas. Sacando ganas de donde no las hay, Marcus se incorpora
    en la cama y apaga por fin el molesto despertador.
    ?¿Quién habrá inventado estos aparatos?? ?se pregunta entre bostezos mientras retira parte de la enmarañada sábana. Sentándose a un lado de la cama, mira con recelo el desperta- dor, se rasca la cabeza y bosteza de nuevo. Esta noche ha dor- mido mal, y está tan cansado como si no hubiera dormido en absoluto.
    ?¡Vamos, Marcus! ¡Vas a llegar tarde al instituto! ?dice su madre desde la cocina.
    ?¡Tomaré algo rápido! He quedado con Pedro y Álex para
    ir juntos a clase.
    Como un rayo, se viste y mete en su mochila los libros del




    instituto, lanzándose después por las escaleras a toda velocidad hasta entrar en la cocina.
    ?Buenos días, mamá ?dice Marcus al tiempo que abre
    uno a uno los armarios en busca de algo apetecible que comer.
    ?Buenos días, hijo ?responde su madre?. Anda, deja de revolver los estantes y tómate esto. Lo he hecho especialmente para ti ?dice con una sonrisa mostrándole una tarta de man- zana de aspecto suculento, acompañada de un buen tazón de leche con cacao y un vaso con zumo de naranja. En cuanto ve tan goloso desayuno, Marcus cierra los armarios y se sienta a la mesa.
    ?¡Qué buena pinta tiene todo! ?asegura agradecido, co- giendo un trozo de la sabrosa tarta y llevándoselo rápidamente a la boca, seguido de un buen sorbo de zumo: le encanta el zu- mo de naranja.
    ?Come tranquilo, Marcus, pero procura no entretenerte demasiado ?señala su madre tras echar un vistazo al reloj de la pared.
    Más que comer, parece que Marcus engulle todo lo que
    hay al alcance de sus manos, y al poco rato se levanta de la mesa masticando aún el último bocado de tarta.
    ?¡Espera, hijo, te dejas el almuerzo! ?exclama su madre al ver cómo Marcus sale de la cocina a toda velocidad.
    ?¡Ah, sí! Gracias, mamá ?dice el joven, volviendo sobre
    sus pasos para coger la bolsa que ella le tiende y guardarla en la mochila. Se para un segundo y le da un beso en la mejilla antes de salir de casa como una centella corriendo en dirección a la parada del autobús.
    ?¡Marcus, Marcus! ?lo llama una voz familiar. Se detiene y busca con la mirada el origen de la voz.
    ?¡Buenos días, Pedro! ?saluda al chico que ahora se acer-
    ca a buen paso desde el otro lado de la calle.
    Es un muchacho de unos quince años, al igual que Marcus,




    y también porta una mochila a sus espaldas. Su aspecto es agra- dable, aunque un poco desaliñado y algo rollizo.
    ?Buenos días, Marcus. Pensé que era el único que llegaba tarde al bus, pero te he visto salir de casa y me he dicho: «Pedro, apura el paso si no quieres ser el último». Y en fin, aquí estoy
    ?comenta con el aliento algo entrecortado.
    ?Pues si no nos damos prisa, seguro que lo perdemos ?ase- gura Marcus.
    Así que los dos jóvenes salen corriendo hacia la parada con
    el propósito de tomar el autobús que les llevará hasta su institu- to desde la urbanización en la que viven, que está ubicada a las afueras de la ciudad.
    ?¿Has visto a Álex esta mañana? ?le pregunta Marcus sin
    dejar de correr.
    ?No, aún no lo he visto. Seguro que ha cogido antes otro bus. No suele quedarse dormido ?asegura Pedro, fatigado.
    Los dos jóvenes amigos llegan por fin a la parada. En ella,
    con la puerta aún abierta, les espera el último autobús.
    ?Venga, subid de una vez. No tengo todo el día ?gruñe el conductor desde el interior del destartalado vehículo al verlos acercarse. Algo cejijunto, frunce el velludo ceño mientras los observa acceder al interior de la vieja lata. Es obvio que hace varios días que la maquinilla de afeitar no roza siquiera el ás- pero rostro, y aunque lo hiciera, no bastaría para mejorar su arrugada y fea cara.
    Con un chasquido, producido por la gastada caja de cam- bios al engranar la primera marcha, el vehículo se pone en ca- mino transportando en su interior a numerosos chicos de di- versas edades. Finalmente se detiene delante del instituto con un chirriar de frenos.
    ?¡Todos abajo! ?grita el conductor con su desagradable
    voz al tiempo que abre la puerta de salida, girando a medias la cabeza para comprobar que todos los jóvenes descienden y que nadie se queda dentro?. Que sea la última vez que tengo que




    esperar por vosotros dos. A la próxima os quedáis en tierra ?gru- ñe cuando Marcus y Pedro pasan por su lado.
    Cuando todos han salido, el conductor arranca de nuevo y el autobús se aleja dejando tras de sí una negra humareda.
    ?Qué carácter. Será mejor hacer lo que dice ?comenta
    Pedro.
    Los dos chicos atraviesan el patio delantero del instituto, lleno a estas horas de estudiantes: unos pasean aprovechando los últimos instantes de libertad, otros se sientan más allá deba- jo de un árbol ?incluida alguna pareja prodigándose arruma- cos?, y otros se reúnen en pandilla charlando de lo suyo; todos ellos esperando a que suene el timbre de entrada a las aulas.
    ?¿Ves aquel grupo de chicas?? ?le dice Marcus a su ami-
    go mientras avanzan por el patio.
    ?Sí, lo veo ?responde Pedro mirando a las chicas a las que Marcus señala?. Ya comprendo. A quien tú miras es a Betty
    ?añade suspicazmente?. ¿Aún no te has dado por vencido?
    Pero ¿no ves que esa chica no es para ti?... ¿Acaso no compren- des que ella no te hace ni caso? ?continúa Pedro, intentando hacerle entrar en razón.
    Marcus, sin prestar atención a lo que Pedro le está dicien- do, se acerca hasta el grupo de chicas con la intención de en- contrar una posibilidad de hablar con Betty. La joven es una chica muy atractiva, pero quizá algo superficial. Para ella y sus amigas parece que solo existe una cosa: ellas mismas. Todo lo demás resulta carente de interés salvo, claro está, que se trate de alguien que ellas crean de su misma condición.
    ?Hola, Betty ?saluda Marcus con cierto nerviosismo.
    ?¡Qué querrá este ahora?! ?cuchichean entre sí las chi- cas del grupo mirándolo de arriba abajo con cara de asco, como si de algo raro y extraño se tratase.
    Marcus recibe en ese momento un fuerte empujón por de- trás que hace que pierda el equilibrio y se precipite contra el suelo. Con el golpe, la mochila se abre y todo su contenido ?al-




    muerzo incluido? se desperdiga alrededor del pobre Marcus.
    ?¿Os está molestando este patán? ?les pregunta el en- greído Carl a las chicas, orgulloso de haber tirado a Marcus al suelo.
    ?No te preocupes por ellos. Casi ni nos habíamos fija- do en que estaban aquí ?dice una de las chicas más estiradas mientras las otras ríen la gracia hecha por Carl.
    El grandullón de Carl se acerca hasta Betty y, rodeándola
    por la cintura, le da un beso en los labios que ella agradece con una sonrisa. Entretanto Marcus, ayudado por Pedro, recoge los libros y los guarda de nuevo en la mochila.
    ?¡No se os ocurra acercaros más a las chicas! ¿Lo habéis entendido, pringados? ?advierte Carl.
    Mientras tanto, el timbre de entrada a las aulas ha comen-
    zado a sonar. Carl, con su chica al lado y sus secuaces detrás, se encamina hacia el interior del instituto. Al pasar junto a los dos amigos, no duda en aprovechar para pisotear el almuerzo de Marcus entre risotadas.
    ?Vaya forma de empezar el día? Aunque yo ya te había
    advertido que esa chica no era para ti ?asevera Pedro.
    ?Ya lo veo, no hace falta que me lo recuerdes más. Ese abusón y sus cretinos compinches no son más que marionetas
    ?dice Marcus levantándose del suelo con lo que queda de su almuerzo aplastado. Mira durante un instante los restos de lo que antes era un jugoso bocadillo, para tirarlo después en una papelera cercana. En seguida ambos se ponen las mochilas a la espalda y se dirigen a buen paso hacia el interior del instituto.
    ?No te digo que no, pero es que esas marionetas te pue- den hacer mucho daño ?contesta Pedro.
    Mientras recorren el pasillo que conduce a sus respectivas
    aulas, Marcus se gira hacia su amigo.
    ?¿Quedamos a la hora del recreo?
    ?Vale ?contesta distraído Pedro, preocupado porque lle- ga tarde a su clase.




    ?Si ves a Álex, dile que venga. Tengo algo que contaros
    ?insiste Marcus.
    ?Sí, se lo diré. Hoy, en Biología, su clase coincide con la mía en el laboratorio. Pero? ¿qué es eso que nos tienes que contar? ?pregunta con curiosidad.
    ?No seas impaciente, Pedro, ahora no hay tiempo. Ade-
    más, quiero que estéis los dos.
    ?Bueno, de acuerdo... Tendré paciencia ?responde con resignación.
    ?Quedamos en el descanso de las once, al lado de la can- cha de baloncesto.
    ?Vale. Y me traigo también a Álex si yo lo veo primero ?re- pite Pedro como si se tratara de una letanía.
    Los dos amigos se despiden y cada uno se encamina hacia un pasillo distinto. Marcus apura un poco el paso, pues está se- guro de que llega tarde a la clase de Física. En efecto, cuando se encuentra frente a su aula la puerta está ya cerrada. A través del cristal que hay en la puerta, comprueba que el profesor Weis- man ha comenzado la clase y está escribiendo algo en la pizarra.
    Gira despacio la manecilla y empuja la puerta con suavi- dad para no ser descubierto por el profesor, que continúa es- cribiendo unas fórmulas en la pizarra. Creyendo con alivio que el señor Weisman no se ha percatado de su presencia, Marcus aprovecha para colarse dentro del aula y camina casi de punti- llas hasta su pupitre entre las sonrisas divertidas de algunos de sus compañeros.
    ?Vaya, señor Samhain, veo que ha decidido honrarnos con su presencia ?dice el profesor Weisman sin dejar de escri- bir en la pizarra.
    Marcus frena en seco antes de llegar a su pupitre, sobre- saltado por la aguda percepción del profesor, aunque no es la primera vez que piensa que el señor Weisman parece tener ojos en la nuca. Algunos de sus compañeros ?entre los que están Betty, Carl y sus secuaces? se ríen con descaro ante la torpeza de Marcus.




    ?Siéntese, verá cómo no se arrepiente de haber tenido la delicadeza de venir a mi clase ?prosigue el profesor, acabando de escribir y girándose hacia los alumnos.
    El profesor Weisman es una de esas personas de las que no se puede decir con certeza cuál es su edad, quizá porque de manera habitual se viste con sus famosas chaquetas que le hacen parecer algo mayor. Es un hombre de carácter apacible, pero de rápida inteligencia. Trata de enseñar a sus alumnos el sentido de la f ísica en el día a día: gusta de poner ejemplos a sus explicaciones, y usa siempre que puede comparativas que incluyan algún elemento familiar para sus alumnos. Le interesa
    ?más que el hecho de que alguien saque buena nota por haber estudiado el temario de memoria el día previo al examen? que sus alumnos comprendan lo que él explica y que, al compren- der, retengan casi sin esfuerzo. Se podría decir que el profesor Weisman es un buen profesor.
    Marcus toma asiento y, cuando está sacando de su mochila el libro de Física, un par de bolas de papel impactan contra su cabeza. Algo mosqueado, se gira en busca de aquel que ha creí- do que su cabeza es una diana, aunque la verdad es que tiene una idea bastante clara de quién ha podido ser: Carl y alguno de sus compinches que, como si no tuvieran nada mejor que hacer, se dedican a fastidiar al personal con actos desagradables desde sus pupitres del fondo del aula.
    ?¡Silencio todos! Abran el libro por la página veintinueve. Hoy hablaremos sobre la energía. Señor Samhain, comience a instruirnos con el primer párrafo de este tema ?indica el pro- fesor Weisman con su habitual calma.
    Después de unas cuantas clases un tanto duras, el timbre
    suena con fuerza anunciando la ansiada hora del descanso. Marcus, al igual que el resto de sus compañeros, sale raudo y veloz al patio, dirigiéndose hacia la cancha de baloncesto donde ha quedado con Pedro.
    Una vez allí, se da cuenta de que es el primero en llegar de




    los tres amigos y comienza a buscarlos con la mirada. Ve a lo lejos cómo Pedro sale del edificio y se acerca a paso rápido, un poco sofocado.
    ?Ya estoy aquí. ¡Uf!... ?resopla.
    ?Hola, Pedro. ¡No podía más!, ni siquiera con una sola clase ?confiesa Marcus a su amigo.
    ?Bueno, piensa que pronto llegarán los exámenes previos
    a la Navidad y tenemos que estar preparados para ellos, así que hay que aplicarse. Sobre todo con las mates ?dice Pedro en tono paternalista.
    ?Si tú lo dices? ?responde Marcus desganado?. Por cierto, ¿sabes dónde está Álex? ?añade al momento con repen- tino interés.
    ?Como te comenté, coincidimos en el laboratorio su clase y la mía. Le dije que querías hablar con nosotros, y que había- mos quedado a la hora del descanso al lado de la cancha de baloncesto.
    ?Pues parece que sigue desaparecido. No, espera ?corri- ge Marcus al ver que al otro lado del patio aparece Álex?. Mira, por ahí viene.
    Con paso lento y con cierta desgana, se acerca hasta la can- cha un chico alto y enjuto, de piel pálida y ojeras que le dan un aire un poco enfermizo a su semblante. La ropa negra que viste realza aún más la blancura de su rostro.
    ?Hola, chicos. ¿Cómo va todo? ?pregunta Álex con su habitual aire indolente.
    ?Pero hombre, ¿dónde te metes? ?inquiere Marcus.
    ?He tenido algunas dudas con un problema de Matemá- ticas, nada que no se pueda resolver ?contesta Álex, restando interés a su tardanza?. Dinos, Marcus, ¿qué es eso tan impor- tante que querías contarnos? ?inquiere cambiando de tema.
    ?¡Hum! A ver... por dónde empiezo. La verdad es que has-
    ta a mí me sorprende ?reflexiona Marcus, pensativo.




    ?Venga, vamos, desembucha de una vez. No tenemos de- masiado tiempo ?insiste Álex.
    ?Está bien, os lo voy a contar, pero mejor vayamos dando un paseo ?sugiere Marcus, echando un vistazo a la cada vez más concurrida cancha.
    Los chicos se alejan de la cancha de baloncesto y se dirigen hacia el otro lado del patio, mucho más solitario.
    ?Lo diré de manera sencilla, o eso espero ?comenta Mar-
    cus, rascándose la cabeza e intentando aclarar sus ideas?. Des- de hace unos días? bueno, más bien desde hace unas noches, no he parado de tener unos sueños muy extraños. Aunque el de ayer ha sido el más raro que he tenido hasta el momento ?co- mienza a decir, intentando darle cierta intriga a su relato.
    ?¡Vamos, cuenta, no nos dejes en ascuas! ¿Qué fue lo que
    soñaste? ?pregunta Pedro con insistencia.
    Marcus hace un alto en el camino, mirando a sus amigos a los ojos antes de retomar su historia.
    ?Antes de proseguir con lo que os voy a narrar, quiero que
    sepáis que os lo cuento solo a vosotros porque sois mis mejores amigos y porque sé que esto quedará entre nosotros. Por muy raro que os parezca lo que os voy a contar, espero que no os lo toméis a broma. He de confesaros que al principio me parecía un poco sorprendente, pero necesito contároslo. ?Llegado a este punto, guarda silencio y los observa como si estuviera es- perando algo de ellos.
    ?Puedes confiar en nosotros ?asegura Pedro en un tono que transmite una firmeza y seguridad absolutas. Marcus son- ríe levemente, y después los dos chicos se vuelven hacia Álex.
    ?Claro, por supuesto que puedes confiar en nosotros
    ?dice Álex , viéndose un poco acorralado.
    Aclarado este punto, los chicos retoman su paseo por el patio.
    ?Bien, pues empezaré por el principio ?recapitula Mar- cus?. Antes, cuando me dormía tenía unos sueños que pare-




    cían muy reales. Tanto es así que no estaba seguro de si estaba soñando o de si, por el contrario, me encontraba despierto en un mundo que, casi con total seguridad, no era este. Las cons- trucciones que yo veía, al igual que sus gentes, me parecían in- sólitas. No sabría decir por qué. Y a veces me veía volando por los cielos sin que ningún artefacto me impulsara, recorriendo bosques enteros ?explica Marcus. Hace una breve pausa para ordenar sus ideas antes de continuar?. Pero es que lo de esta noche ha sido si cabe, más raro y extravagante, pues uno de esos seres que yo he visto en mis sueños me ha mirado y se ha dirigido a mí hablándome en una lengua que desconozco. O al menos yo pensé que me estaba hablando porque, aunque lo cierto es que no llegó a mover los labios para hacerlo, yo sabía que intentaba comunicarse conmigo. Es más, incluso juraría que esta persona me conocía. No sé, la verdad es que todo era muy extraño y real a la vez; de hecho, ha sido esta sensación de realidad la que me ha sobresaltado, haciendo que me desperta- se ?termina Marcus, turbado.
    Álex no puede impedir que una risotada se le escape y tiña
    con algo de color su pálido rostro. Marcus le dirige una mirada acusadora.
    ?Dijiste que no te lo tomarías a broma ?le recuerda.
    ?Lo siento, pero es que no he podido evitarlo. Lo que creo que te ha podido ocurrir es que te has quedado dormido viendo una película en la que aparecía algún tipo de nave voladora o algún ser fantástico y, en ese duermevela, has soñado todo lo que nos has contado ?arguye Álex en un tono que pretende ser racional, con la sonrisa aún asomando a sus labios.
    ?Lo que dices no es cierto, no he visto ninguna película
    antes de dormirme. ¿Por qué no puedes creer lo que te estoy contando?? No sé qué podría ganar con semejante historia si fuera mentira ?objeta Marcus algo ofendido?. ¿Tú qué opi- nas, Pedro? ¿Crees que me he vuelto loco?... ¿O crees que quizá haya sufrido alguna alucinación?




    Pedro, antes de responder, se queda un rato reflexionando.
    ?La verdad es que el tema me parece muy interesante y curioso a la vez. Y no, no creo que sea ninguna locura; de he- cho, hay estudios que tratan sobre el significado de los sueños, en los cuales se explica qué son y cómo pueden actuar sobre nosotros. Realmente es un tema apasionante.
    ?¡Bah! Estáis como cabras? ?exclama Álex.
    El timbre suena con fuerza, dando por finalizado el tiempo de esparcimiento.
    ?En fin, chicos, dejaos de cosas raras y volvamos a clase. Nos espera todavía una larga mañana ?señala Álex con desdén mientras comienza a caminar hacia la puerta de entrada, dejan- do atrás a sus dos amigos. Un velo de preocupación cubre por un momento su rostro, como si algo le inquietase.
    Marcus y Pedro se quedan un poco más rezagados, hablan- do en voz baja para que Álex no les oiga.
    ?Qué raro está ?comenta Pedro.
    ?Sí, más que de costumbre ?confirma Marcus entre risi- tas?. Seguiremos hablando sobre esto, si tú quieres.
    ?Claro que quiero ?contesta Pedro con complicidad.
    Y ambos siguen a su incrédulo amigo a distancia, camino de sus correspondientes clases.






    3





    El eco producido por los presurosos pasos de Méltor y su bastón resuena con fuerza por todo el pasillo que desemboca
    en la gran Sala del Consejo de los Ancianos. Ante la puerta que da acceso a la sala, Méltor informa de sus intereses a los recios soldados kórnox que la custodian.
    ?Deseo hablar con el gran maestre Dragúnter ?declara, mirando al frente.
    A los pocos segundos, una voz suave procedente de un lu- gar indeterminado responde a su deseo: «Acceso concedido».
    Méltor atraviesa con total decisión la gran puerta, momen- táneamente etérea, y esta recobra su habitual aspecto opaco y firme tras el paso del anciano.
    Méltor se encuentra ahora en la Sala del Consejo de los
    Ancianos, una de las más espaciosas y magníficas de este anti- guo castillo, de un tamaño que empequeñecería al más alto de los humanos. Avanza por la sala; en ella se hallan dispuestas dos grandes y alargadas mesas paralelas con una tribuna entre ellas, presididas por un gran sillón. Después de atravesar la enorme sala, Méltor se sitúa frente a la puerta que se encuentra en un lateral y vuelve a identificarse antes de cruzarla.
    El tamaño de la nueva estancia es casi ridículo en compa-




    ración con la Sala del Consejo. Sentado en un butacón detrás de una consistente mesa de madera labrada, se encuentra Dragún- ter, el gran maestre del Consejo de los Ancianos.
    ?Con tu permiso, gran maestre Dragúnter ?dice Méltor en voz alta y respetuosa, anunciando su entrada sin apenas mo- verse del umbral de la puerta.
    Advirtiendo su llegada, Dragúnter levanta la vista de la ho-
    lopantalla que tiene desplegada en su escritorio y sonríe, ha- ciendo un amistoso gesto para que el anciano se acerque.
    ?Pasa, Méltor, me alegro de verte. Pero dime, ¿a qué se debe esta honorable visita? ?le pregunta con la sonrisa aún en el rostro. Su cabeza está afeitada y una larga perilla cubre su mentón.
    ?Por desgracia esta vez no soy portador de buenas nue- vas. Vengo en nombre de nuestro rey Larmos ?confiesa Méltor con seriedad?. No me andaré por las ramas, seré lo más con- ciso posible: necesita? necesitamos que convoques al Consejo de los Ancianos cuanto antes.
    La sonrisa de Dragúnter se desvanece.
    ?¿Qué es lo que ocurre para que haya que convocar al Consejo, y además con tanta premura? ?inquiere, incorporán- dose súbitamente invadido por la inquietud. Al levantarse, deja a la vista la levita plateada de mando que viste y que le otorga un gran porte a su persona.
    ?Según nos ha informado el controlador jefe, los trán- tox se encuentran a poca distancia de la Isla de la Niebla. Al parecer están comandados por lord Cóbalo, y creemos que su intención es la de apoderarse del Alma Cósmica. Es, como ya sabes, la más poderosa de todas las armas conocidas, y no sabe- mos con qué malévolo fin pretenden usarla ?explica Méltor?. Es por esto que necesitamos la aprobación del Consejo de los Ancianos para que nos dejéis utilizar lo único con lo que quizá tengamos alguna posibilidad de frustrar las intenciones de los trántox: la Llave de Poder ?concluye en tono terminante.




    Dragúnter, preocupado, se acerca a una de las ventanas de la sala y, mientras contempla las magníficas vistas, se acaricia la larga perilla con expresión pensativa.
    ?¿Sabéis lo que me estáis pidiendo, tanto tú como el rey Larmos? ?le pregunta a Méltor mientras este mira también por la ventana con las manos entrelazadas a la espalda.
    ?Sí, claro que sí. Pero no hay, o por lo menos no conoce- mos, otra forma de frenarlos; y menos aún en tan poco tiempo.
    Dragúnter suspira y asiente.
    ?En fin, veo que lo tenéis bastante claro y, por lo que me cuentas, no parece haber muchas más salidas. Reuniré al Con- sejo y que ellos dictaminen ?concluye y, decidido, da la orden al ordenador central?: Avisa a mi secretario para que venga a mi despacho con la mayor prontitud.
    Al momento, una dulce voz femenina proveniente de un lugar indeterminado de la estancia, confirma: «Mensaje envia- do y recibido por el secretario Sibarte».
    ?En cuanto nos reunamos todos los del Consejo, tomare-
    mos una decisión ?asegura el gran maestre Dragúnter?. Ami- go Méltor, debes estar presente como peticionario en la reunión del Consejo.
    ?Así lo haré, en nombre del rey Larmos.
    ?Hacía ya tiempo que no nos reuníamos los del Consejo por algo de tal magnitud ?recuerda Dragúnter con un matiz de tristeza?. Creo que los buenos tiempos están llegando a su fin, aunque espero sinceramente que no tengamos que enfrentar- nos como antaño. Todos tendríamos mucho que perder si nos encontráramos inmersos en una nueva lucha.
    ?Esperemos no tener que combatir más ?conviene Mél-
    tor, apesadumbrado.
    «Se acerca el secretario Sibarte», comunica de nuevo el or- denador central, resonando en toda la estancia su suave voz.
    Los dos kórnox interrumpen su conversación y se giran hacia la puerta de entrada, que en ese momento es traspasada




    por el secretario. Sibarte lleva el pelo liso pegado a la cabeza y no es un dragonio demasiado alto en comparación con Méltor o con el gran maestre Dragúnter, aunque resulta más delgado que ellos.
    ?Con su permiso, señor ?dice haciendo una leve reve- rencia frente a Dragúnter.
    ?Adelante, Sibarte. Necesito que convoques en mi nombre a todos los miembros del Consejo con el fin de que nos reuna- mos lo más rápido posible. Hazlo con la máxima discreción.
    ?¿Les comunico el motivo de tal reunión? ?pregunta Si- barte.
    ?No, simplemente diles que se reúnan de inmediato en la
    Sala del Consejo ?apremia Dragúnter.
    ?Sí, señor. Así lo haré ?confirma el secretario. Después de otra reverencia, Sibarte sale del despacho. Dragúnter, con un gesto, le ofrece al anciano un asiento
    frente a la mesita dispuesta en un lateral del despacho.
    ?Está bien, Méltor, sentémonos un rato. No creo que Si- barte tarde mucho en conseguir reunirlos a todos.
    Méltor acepta el asiento que se le ofrece, y el gran maestre Dragúnter se sienta a su lado. La redonda mesa, si bien algo pequeña, es bonita y está labrada con bellos relieves florales; sobre ella descansa un mueblecito abastecido con copas y un par de botellas. Junto a la mesa se alza un gran ventanal desde el que puede contemplarse la frondosa vegetación que rodea el castillo de Louren; así como la caudalosa corriente de agua que, discurriendo bajo sus muros y a su alrededor, pasa por las asombrosas cascadas y finaliza su ciclo en el gran lago de la ciudad.
    Frente a estas hermosas vistas, Dragúnter coge un par de
    copas de cristal de color dorado y saca del mueble una de las botellas ?adornada con unas inscripciones rúnicas que acom- pañan a un relieve de lo que parece algún tipo de reptil?, de- jándola después sobre la mesa.




    ?Veo que aún te quedan algunas botellas de Castre de la era pasada. Aquellos sí eran buenos tiempos ?comenta Méltor con la mente en otro lugar.
    ?Sí que lo eran? ?asiente Dragúnter a la vez que vierte un poco de licor en cada una de las copas.
    Ambos se quedan en silencio, bebiendo y mirando abstraí- dos más allá del gran ventanal. Mientras, en la sala de reuniones conjunta, los miembros del Consejo de los Ancianos van ocu- pando poco a poco sus asientos.
    Pasado un rato, la familiar voz femenina anuncia: «Se acer- ca el secretario Sibarte».
    Dragúnter y Méltor salen de manera súbita de su ensimis- mamiento y se giran hacia la puerta de entrada en el instante en el que entra Sibarte.
    ?Con su permiso, señor. Los miembros del Consejo ya es- tán reunidos en la sala.
    ?Bien, Sibarte. Puedes retirarte ?dice Dragúnter, com-
    placido.
    ?No han tardado demasiado en reunirse ?dice Méltor asombrado.
    ?Cuando la reunión es de urgente necesidad, todos dejan lo que están haciendo para congregarse con la mayor brevedad posible ?explica Dragúnter. De pronto frunce el ceño, como si un pensamiento inquietante acabara de infiltrarse en su men- te?. Amigo Méltor, ve dirigiéndote a la sala. Yo iré ahora ?aña- de, apurando el último sorbo de licor.
    Respetando sus deseos, Méltor se encamina hacia la Sala
    del Consejo. La sala se ve muy diferente de cuando pasó por ella camino del despacho de Dragúnter, y muestra ahora su ver- dadera magnificencia: doce ancianos se distribuyen en las dos tremendas mesas presididas por el inmenso sillón que corres- ponde al gran maestre del Consejo de los Ancianos y, en frente de este y entre las mesas, se alza la tribuna donde ha de posicio- narse el peticionario. Méltor se dirige hacia allí, siguiendo las




    órdenes de hablar en nombre del rey. Dragúnter aparece poco después y todos los ancianos se levantan, volviendo a sentarse una vez ha ocupado su puesto como gran maestre.
    ?Señores del Consejo, les he reunido con especial urgen- cia porque tenemos entre manos un grave problema de dif ícil solución ?expone Dragúnter con su potente voz amplificada por la sala, donde suena con especial fuerza y vigor. Tras una pausa prosigue?: Tenemos con nosotros al peticionario de nuestra reunión, Méltor, que en nombre del rey Larmos nos informa acerca de las andanzas de los trántox. Al parecer, en estos mismos instantes sus naves se encuentran próximas a la Isla de la Niebla, y sus maléficas intenciones son, casi con total probabilidad, apoderarse del Alma Cósmica con un propósito que solo ellos podrían concebir: usarla para la destrucción de todo aquello que se cruce en su camino.
    Al oír estas palabras, un pequeño cuchicheo comienza a extenderse por la sala.
    ?Atención, señores del Consejo ?continúa Dragúnter
    elevando un poco la voz?. El rey Larmos cree que si enviamos un comando a la Isla de la Niebla con nuestros mejores solda- dos portando la Llave de Poder, nosotros podríamos hacernos con el Alma antes que los trántox. Quizá así tengamos alguna posibilidad.
    El revuelo ahora es cada vez mayor y se extiende por toda
    la sala.
    ?¡Nosotros somos los únicos custodios de la Llave de Po- der! ?increpa un anciano.
    ?¡Debe estar con nosotros! ?replica otro anciano.
    ?¿Qué tiene que decir el peticionario? ?inquiere un ter- cer anciano mirando a Méltor.
    Este se aclara la voz antes de contestar.
    ?Por desgracia, creemos que el enfrentamiento contra los trántox es inevitable ?expone?. Es por eso que, para minimi- zar las pérdidas, tenemos que inclinar la balanza a nuestro fa-




    vor; y la única manera posible de hacerlo es que el Consejo nos ceda de manera temporal la custodia de la Llave de Poder. Solo así tendremos una mínima ventaja sobre ellos.
    Tras la intervención de Méltor, la agitación y el alboroto se hacen patentes en la sala.
    ?¡Silencio! ?ordena el gran maestre Dragúnter?. ¡Silen- cio! Dejemos que se explique ?propone, consiguiendo que el tumulto se apacigüe un poco?. Puedes proseguir ?le indica a Méltor.
    Este medita durante unos segundos.
    ?No creo que tengamos otra alternativa si no queremos vernos asediados por los trántox o, incluso peor aún, vernos aniquilados por ellos; unido a todo lo que eso conllevaría para nuestro querido planeta Caleach. Tenemos que hacer todo lo posible para poder seguir adelante y, como les acabo de expli- car, creemos que esta es la única salida posible al gran problema que a todos nos atañe.
    El revuelo entre los ancianos deja ya de ser de palabra para
    volverse acto cuando algunos comienzan a dar golpes en el sue- lo con sus bastones.
    ?¡Silencio! Vamos, Señores del Consejo, ¡silencio! ?excla- ma Dragúnter intentando imponer la calma.
    Al comprobar que sus palabras no sirven de nada, Dra- gúnter desiste. Se levanta de su sillón presidencial y comienza a pasearse por la sala, reflexionando acerca de todo lo que se acaba de exponer. Finalmente, se aproxima a la tribuna del pe- ticionario.
    ?Veamos si comprendo bien tu petición, amigo Méltor
    ?comenta mientras los ancianos, intrigados, cesan en sus dia- tribas para atender a lo que su gran maestre va a decir?. Nos has hecho reunir con urgencia para que le entreguemos al rey Larmos aquello que se nos ha concedido en exclusiva, esto es, la custodia de la Llave de Poder; y pretendes que os la demos así, sin más ?expone mirando inquisitivo a Méltor?. Esto es




    del todo inaceptable.
    De fondo se oye cómo el resto de los miembros del Consejo se hacen eco de las palabras de su gran maestre:
    ?Inaceptable, inaceptable, tiene razón, esto es del todo inaceptable.
    ?Tú, Dragúnter, más que nadie debes saber que para em- barcarme en esta inminente y no deseada cruzada he tenido que sopesar muchas cosas, no solo cuestiones actuales, sino tam- bién cuestiones de nuestro pasado. Si creyera que hay alguna alternativa, la acogería con agrado; pero mucho me temo que no es así y, como he hecho yo mismo, cuanto antes lo asimiléis, antes podremos darle una solución a este problema y continuar con nuestra paz ?insiste Méltor con algo de tristeza.
    ?Está bien, Méltor, hemos oído lo que has venido a decir-
    nos. Ahora nosotros tenemos que deliberar. Hay ciertas cues- tiones que no se deben tomar a la ligera. Cuando tomemos una decisión, te lo haremos saber. Entiende, mi buen amigo, que para el Consejo y para mí es un tema delicado que debemos estudiar con detenimiento y paciencia; aunque también, debido al escaso tiempo del que disponemos, con premura ?explica Dragúnter.
    ?Lo entiendo ?asiente Méltor.
    Tras esto, baja del estrado y se retira de la sala, dejando a los ancianos con su deliberación.






    4





    Después de un largo día en el instituto y finalizando una se- mana agotadora ?los exámenes previos a Navidad están cada
    vez más próximos?, los tres amigos salen del instituto y se di- rigen hacia el autobús que les llevará hasta sus casas.
    ?¡Pedro! Se me ha ocurrido hacer una cosa ?le dice Mar- cus mientras se sienta a su lado.
    ?¿A qué te refieres? Miedo me das solo de pensarlo ?le contesta Pedro, amagando una falsa expresión de terror y echándose a reír después.
    ?Me refiero a los sueños ?contesta Marcus con un aire de misterio?. Esta noche cuando me acueste, si consigo tener esos sueños de los que te he hablado, apuntaré nada más des- pertarme todo aquello que recuerde. Digo esto porque me he fi- jado en que si dejo pasar algo de tiempo desde que me despierto hasta que trato de recordar qué he soñado, voy olvidando poco a poco el sueño sin darme cuenta, hasta no recordar ningún de- talle en absoluto. Así que de ahora en adelante tendré siempre lápiz y papel a mano en la mesita de noche.
    ?¡Sí, eso es una buena idea! No sé si va a resultar, aunque
    merece la pena intentarlo ?conviene Pedro.
    ?¡Hum! Pero? ¡todavía estáis con esas chorradas! ?gru-




    ñe Álex con cara de hastío en el asiento de al lado?. Creo que como sigáis con lo mismo mucho más tiempo tendré que pasar de vosotros, parecéis bichos raros ?dice haciendo una mueca.
    ?Tú puedes decir lo que quieras, pero pienso que no debe-
    rías reírte de este tipo de cosas ?aconseja Marcus.
    ?Estoy de acuerdo con Marcus ?dice Pedro, formando una especie de alianza contra Álex.
    ?Tampoco creo que sea para tanto ?les contesta burlo- namente este.
    El autobús se detiene con un rechinar de frenos. Los tres amigos se apean y echan a andar hacia sus casas en esta tarde de viernes. Álex camina algo más rezagado, pero los otros dos chicos están inmersos en una agradable charla y no se percatan de ello. De pronto, Álex se detiene frente a la verja de una de las casas al ver a un gatito que descansa recostado contra uno de los travesaños. El muchacho se queda mirándolo y, siguien- do un impulso, acerca la mano para acariciarlo. No obstante, cuando el pequeño felino se da cuenta de su presencia, abre los ojos y observa al joven con recelo, emitiendo a continuación un bufidito al tiempo que eriza el pelo de su lomo. Álex, sobresal- tado, aparta la mano, y el gatito sale corriendo en dirección a la casa tras la verja.
    ?Está decidido, Pedro, lo pondré en práctica esta misma noche y veremos qué sucede. Mañana te contaré qué ha ocu- rrido? porque, bueno, espero que haya sucedido algo. A ver si basta que quiera hacerlo para que luego no sueñe nada en espe- cial ?elucubra Marcus frunciendo un poco el ceño.
    ?Bueno, al menos hay que intentarlo ?lo anima Pedro. Álex, detrás de sus amigos y aún sorprendido por la reac-
    ción del felino, avanza a paso ligero para alcanzarlos, y los tres continúan la marcha por la calle de la tranquila urbanización hasta llegar al cruce de caminos donde deben separarse para dirigirse cada uno a su casa.




    ?Nos vemos mañana, chicos. ¡Quedamos aquí a las once!
    ?grita Marcus a los otros dos mientras se aleja.
    ?¡De acuerdo! ?responden al unísono Álex y Pedro.
    Al llegar a su casa, Marcus abre la puerta de la verja exte- rior y atraviesa el jardín que conduce a la entrada. Nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, el muchacho percibe un agra- dable aroma que flota por el ambiente, de modo que deja su mochila en el recibidor y alza la cabeza buscando con su olfato aquello que produce tan agradable rastro.
    ?Marcus, ¿ya has llegado del instituto? ?pregunta su ma- dre cuando el joven entra en la cocina?. Te estoy preparando tu cena favorita: espaguetis con carne picada. Y tu padre ha he- cho flan casero de queso para el postre.
    ?¡Uauh! Tenía muchas ganas de que hicieras espaguetis
    ?asegura Marcus al tiempo que se acerca a su madre para darle un beso?. Y el flan también me apetece muchísimo? Cenaré rápido y me iré a la habitación para acostarme. Mañana tengo muchas cosas que hacer ?dice concentrado en sus pensamien- tos aunque con unas ganas tremendas de hincarle el diente a tan suculentos manjares.
    ?Bueno, pero antes de sentarte a la mesa avisa a tu padre. Creo que anda por el jardín.
    Cuando por fin se sientan los tres a la mesa, Marcus se ol- vida del resto del mundo durante un rato y saborea encantado la cena que sus padres han preparado. No obstante, pronto ciertas ideas regresan a su cabeza. No deja de pensar en sus sueños de noches pasadas, y se reafirma cada vez más en la decisión de averiguar cuanto antes lo que le está sucediendo. Tiene que ha- cerlo esta noche, piensa, tiene que intentarlo; no puede esperar por más tiempo. Quizá no sean más que simples sueños, pero aun así debe probar su táctica para saber la verdad.
    Una vez ha terminado la sabrosa cena, Marcus se levanta
    de la mesa y lleva sus platos hasta el fregadero. Ahogando un bostezo, se vuelve hacia sus padres.




    ?Me voy a mi habitación ?anuncia?. Mañana he queda- do con mis amigos y ahora estoy un poco cansado.
    ?Te vas algo temprano ?señala su padre.
    ?Sí, mañana no quiero levantarme muy tarde ?explica
    Marcus.
    ?Siendo así... Buenas noches, hijo.
    ?Buenas noches, papá. Buenas noches, mamá ?se despi- de Marcus, y sale de la cocina para dirigirse a la planta superior.
    ?Qué raro que Marcus se acueste tan pronto ?comenta
    el padre.
    ?Algo habrá planeado hacer por la mañana ?le contesta la madre mientras ambos se levantan de la mesa para recoger los platos.
    Nervioso, Marcus dispone en su habitación todo lo ne-
    cesario para la prueba: pone música relajante para conciliar el sueño, coloca una pequeña libreta y un lápiz en la mesita y se mete en cama. Después cierra los ojos despacio, como si se pre- parase para un dulce sueño de verano.
    Al principio le cuesta dormirse, no solo porque es bastante
    temprano en comparación con la hora a la que suele acostarse, sino porque está inquieto pensando en si ocurrirá algo relevan- te. Si es así? ¿cómo podrá tomárselo?, ¿de qué manera reaccio- nará?, ¿será capaz de entender sus sueños? Todas estas pregun- tas y muchas más se agitan en la mente del joven. «Pero bueno», piensa Marcus, «lo más importante ahora es intentar dormir».
    Se remueve en la cama hasta que, al poco tiempo, el sueño por fin se apodera de él, venciéndolo y dejándolo profundamen- te dormido.
    De repente una potente luz le despierta; abre los ojos para averiguar su procedencia, pero de inmediato se ve obligado a cerrarlos de nuevo, pues la luminosidad es absolutamente cega- dora. Marcus está estupefacto. Al principio cree que su madre ha entrado en la habitación y ha encendido la luz, aunque pron- to desecha esta idea porque resulta evidente que la lámpara de




    su cuarto no puede ser la fuente de semejante resplandor.
    Poco a poco, de manera progresiva, Marcus entreabre los párpados para que sus pupilas se vayan acostumbrando lenta- mente a la luz. Cuando empieza a distinguir los contornos se da cuenta, no sin cierto asombro, de que la luz no proviene de ningún punto de su dormitorio. «Pero? ¿de dónde sale tal lu- minosidad entonces?», se pregunta Marcus.
    Ahora, con los ojos completamente abiertos, está viendo la respuesta a sus preguntas y le cuesta creerla.
    ?¿Qué es esto? ?exclama en voz alta, confuso?. ¿Dónde estoy?
    Posicionado en un montículo desde el cual se divisa una
    gran pradera, Marcus no comprende nada. Se palpa la cara con las manos y a continuación hace lo mismo con su cuerpo, con el fin de asegurarse de que sigue siendo él mismo y de que está despierto y consciente.
    «¿Dónde rayos estoy? Y? ¿cómo he llegado hasta este ex- traño lugar?». Mira a un lado y luego a otro, pero solo ve na- turaleza. Desde la distancia le llega el cantar de algún pajarillo que no es capaz de reconocer, al tiempo que una agradable bri- sa, entre cálida y fresca, acaricia su rostro creándole una sen- sación de lo más placentera. «¿Será esto un sueño dentro de otro sueño?», se sigue preguntando mientras la dulce brisa se intensifica y revuelve con suavidad su cabello.
    En ese momento, una voz que parece provenir de muy lejos se deja oír en la quietud.
    ?Marcus ?lo llama, insistente?. Marcus.
    Saliendo de su abstracción, Marcus mira a todos lados sin acertar a ver a nadie y sin poder aventurar de dónde sale esa voz que pronuncia su nombre.
    ?Marcus, aquí ?apremia de nuevo la voz desconocida, aparentemente cada vez más próxima?. Marcus, aquí, mira aquí abajo?

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