Una hora de España (1924), pieza maestra del Azorín maduro, va mucho más allá de su protocolario propósito original como discurso de ingreso en la Real Academia Española: integra un perfecto artefacto literario que juega con el tiempo y el espacio y expresa la continuidad de una España plural que no se basa en la religión o en la política, sino en la idea de que la vida es sólo literatura, con su propia temporalidad.
Obrita de evocación histórica, paisajística y vital, se impregna de la meditación sobre el tiempo que tan característica es del autor. A través de una serie de estampas, nos traslada a tiempos de Felipe II y asistimos a una ensoñación cordial de la España pretérita y eterna. Así, Una hora de España es un libro muy bello y, también, Azorín en estado puro.
Cada uno de los capítulos del libro posee muy corta extensión. También, en su mayoría, individualidad o entidad completa, independiente de los demás capítulos, aunque abierta, en algunos casos, al enlace con los siguientes, y, a la vez, contienen todos un sutil hilo o nexo conductor. No cabe considerarlos como artículos, sin más, sino, más propiamente, como ensayos breves, sobre temas y motivos históricos en los que se expone -con alternancia de narraciones y descripciones-, se glosa e interpreta una concreta realidad.