Una tórrida mañana de julio en el centro de Madrid. Nuestro protagonista, un médico que ha derivado en homeópata arruinado, recibe la llamada de su exmujer, que le hace una propuesta surrealista: perdonarle los meses de pensión de alimentos que le debe, por la custodia del hijo que tienen en común, a cambio de que aloje en su casa a su único hermano: un químico genial que arrastra una larga depresión y que ha encontrado consuelo en las novelas de Conan Doyle. Hasta tal punto se ha obsesionado con el personaje que ha dado en pensar que es la encarnación del verdadero Sherlock Holmes, como Alonso Quijano creyó ser don Quijote. Así, aceptando el ultimátum de su exmujer -«¿cuñado sin pensión o pensión sin cuñado?»-, nuestro narrador se verá obligado a convivir con la «reencarnación» del detective más famoso de todos los tiempos y, como un trasunto del cronista Watson, le seguirá en sus investigaciones, acomodándose a su enajenación y rompiendo la cuarta pared con el lector. El ficticio Holmes (siendo el auténtico un personaje de ficción en sí) se presentará como tal. Su vasta inteligencia y sus form