Hasta hace pocos años, hablar de arte era sencillo: el pintor pintaba, el escultor esculpía, el músico componía, el cineasta rodaba. Pero hace ya tiempo que echamos en falta palabras nuevas para describir el arte actual, y el asunto se volverá más y más urgente hasta resultar indispensable. ¿Qué hace un artista que enciende y apaga una luz, que guisa una cena para cien personas, que firma un urinario o dispara a un avión en vuelo, que acuna una liebre muerta o encarga un tiburón en formol? «Hace Arte»: por ahora tenemos que conformarnos con ese verbo tautológico y decepcionante.
No solo productos, no solo gestos: gustos, procesos, humores e ideas se vuelven hoy arte. Quizá el arte contemporáneo sea ya, más que nada, una actitud compartida por artistas y espectadores, que consistiría en aceptar que ese arte puede esconderse para proporcionar estímulo y placer y reflexión en todas las manifestaciones de la vida: un bote de detergente, una comunidad de vecinos, una idea nunca dicha en voz alta, un no presentarse en la inauguración de nuestra propia retrospectiva.
Pasan por aquí escritores que hacen arte y artistas que escriben; escritores que escriben sobre arte y escritores fundamentales para entender el arte que les es contemporáneo. Hay artistas-dandis y hay artistas raros, que van por libre o se obstinan en rondar los márgenes hasta que ese margen resulta ser el lugar central de todo un territorio en el que nadie había reparado antes. Y están, para bien o para mal, quienes han modelado la imagen colectiva del artista actual de éxito en la era de la hipercomunicación de masas.
El lector no tardará mucho en darse cuenta de que en estas páginas, a lo mejor por pura deformación profesional, se suele ir dando a parar sin remedio a esos sitios donde se encuentran el arte y el lenguaje. Quizá el libro mismo resulta de un intento sostenido en el tiempo por satisfacer la necesidad de nuevos verbos y nuevas palabras para describir nuevas formas de creación. Y para darles cuerpo, incluso.