En el verano de 1975, un periódico recordaba cómo había llegado el Pazo de Meirás a manos de Franco, como obsequio «por el pueblo coruñés, a través de una masiva suscripción popular, en gesto de reconocimiento y gratitud al capitán supremo de las victoriosas tropas nacionales». Quienes, casi cuatro décadas atrás, se habían visto obligados a aportar dinero para sufragar el regalo; quienes habían perdido sus propiedades para acrecentar las tierras del pazo; quienes, por ser considerados desafectos, habían conocido la frialdad de una celda ante la presencia del dictador; quienes, al paso de la comitiva, habían tenido que colgar en sus balcones una bandera que no era la suya; quienes habían visto su juventud desperdiciada bajo el hueco de una escaler