Toda mentalidad religiosa cree en lo sobrenatural y también en la existencia de un principio del bien y otro del mal que se hallan enfrentados en una lucha de resultado incierto. La «creencia, casi universal, en la comunicación entre los mortales y seres más poderosos que ellos» ha propiciado a lo largo de la historia, en ausencia de razonamiento científico y de pruebas empíricas, cuando no de simple sentido común, la familiaridad de los humanos con seres o criaturas que a veces son relativamente benignos –como las hadas, los elfos o los duendes– y a veces directamente satánicos. En 1830, Walter Scott escribió Cartas sobre demonología y brujería para esclarecer, desde una postura escéptica, la historia y evolución de estos fenómenos, desde las menciones en la Biblia hasta los últimos procesos y condenas por brujería en el siglo XVIII. El libro abunda en relatos y casos, algunos realmente divertidos, como los fantasmas que fueron legalmente desahuciados de una casa islandesa o el joven de Surrey que vendió su alma al diablo para «convertirse en el mejor bailarín de Lancashire»; y otros, la mayoría, espeluznantes, como el linchador de brujas que pedía dinero a los espectadores «por el espectáculo que les había ofrecido» o como la particular inquina del rey Jacobo I de Inglaterra, que, además de escribir un tratado de demonología y promulgar las leyes más severas contra la brujería, asistía personalmente a los interrogatorios y torturas de las acusadas. El estudio de Scott es minucioso, trata los misterios del sueño y de las ilusiones sensoriales y ahonda en las motivaciones políticas, religiosas y psicológicas de la persecución judicial, que, cuanto más obsesiva era, más fomentaba y expandía la superstición.