Publicada en 1848, Nanna o el alma de las plantas –titulada así en honor a la diosa de las flores en la mitología nórdica– fue el resultado de un arrebato visionario. Un día, a comienzos del otoño de 1843, Gustav Theodor Fechner percibió en el jardín de su casa un fulgor que emanaba del interior de las flores y tuvo la sensación de que entraba en contacto con la «consciencia» de todas las plantas que lo rodeaban. ¿De dónde podía provenir aquella misteriosa luz?
Fechner lo atribuyó al «alma» de las plantas, que también puede concebirse como una mente o, en un sentido más amplio, sorteando cualquier lectura antropocéntrica, como una especie de alma vegetal. Las plantas tienen entonces su propia alma, y Fechner se pregunta por nuestra capacidad para prestar atención a las «suaves voces de las flores». Y así se presenta ante nosotros como un intérprete de inspiración panpsiquista del mundo vegetal que nos invita a imaginar la planta como «un gran tímpano golpeado por el viento», algo a lo que otorgan valor científico las actuales investigaciones en fitoacústica. Pero, además, el hecho de que las plantas se conviertan en «las cuerdas de una gran arpa del alma tocada por el viento» tiene hoy en día una sorprendente traducción científica, dado que ahora sabemos que una flor puede percibir el zumbido de un polinizador que se aproxima e incrementar el néctar ofrecido a tan útil visitante; o que las plantas son capaces de activar defensas químicas al detectar el sonido de una oruga al acecho. En suma, la planta es sensible a multitud de vibraciones y transforma ciertos sonidos en respuestas adaptativas.