Esta pequeña obra parte de la crisis de respetabilidad en que se encuentra inmersa la cultura jurídica y de la sacudida que ha producido el llamado “proceso de Bolonia”. El discurso de los profesores parece no interesar a nadie, y poco más se puede decir del derecho mismo como marco de convivencia y solución de conflictos. Por el bien del Estado de Derecho es necesario recolocar todo en su lugar, y asumir la importancia, para todos, del Derecho y de su estudio profundo. Además, hay que asumir una realidad que propende a resolver los problemas pasando por encima del derecho, a la vez que se propagan toda suerte de vulgaridades sobre cuál es su función.
La utilidad del trabajo de los juristas ha de enfrentarse con la multiplicación de Facultades de Derecho a las que acuden estudiantes con escasa vocación y poca o nula disposición para el estudio de ciencias sociales y humanísticas, renuentes a la lectura y solo interesados por los llamados contenidos prácticos. A su vez se encuentran con buenos enseñantes desmotivados, y también con docentes de cuestionable nivel. Se ha producido una convergencia perversa de dos procesos: la progresiva reducción de los contenidos que se enseñan y la disminución de las condiciones para acceder al profesorado hasta alcanzar la inconfesa meta de muchos: un sistema que prescinda de cualquier prueba pública de control de la calidad, llevando al paroxismo lo que ya eran males conocidos, como el tribalismo y el localismo.
El aldabonazo del proceso Bolonia ha recrudecido el eterno debate sobre lo que se ha de enseñar, cómo, cuánto y en qué orden; pero no se está traduciendo en ninguna clase de autocrítica, y las incógnitas dan fuerza a un pesimismo cada vez más justificado. La malparada ciencia del derecho tendrá que luchar por recuperar el papel y la función que su importancia tiene para la convivencia en una sociedad avanzada.