La fantasía desbordante de las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas hacen de él un libro muy personal. Lewis Carroll, «en un desesperado intento de crear una nueva forma de género feérico», según sus propias palabras, se alejó del modelo victoriano y construyó un relato donde la fantasía es llevada al límite y actúa de manera liberadora: al contrario de lo que ocurría en los cuentos de hadas tradicionales, la imaginación desenfrenada es un sutil vehículo para parodiar diversos aspectos de la realidad social y no está al servicio de un propósito moralizador. El cuento de Carroll no es sino un sueño de su protagonista: el ritmo trepidante en el paso de unos episodios a otros -que parecen surgir de manera incontrolada, cediendo la forma de la narración al irrefrenable impulso creativo-, los constantes encuentros con nuevos personajes, que aparecen y desaparecen con la misma facilidad, y la plasmación vivísima de las emociones y sentimientos de Alicia en las diversas situaciones recrean en la mente del lector un universo onírico. Precisamente, es la forma de mirar y sentir de la pequeña, que muy bien comprende Charles Dogson, siempre fascinado por el mundo de la infancia, lo que magistralmente, sin paternalismo, nos es revelado en la aventura de Alicia en el País de las Maravillas.