Deleuze exhibe en esta obra la audacia y originalidad de una reflexión que no reconoce fronteras. Basado en la narrativa de Sacher-Masoch y Sade, acomete el examen del llamado sadomasoquismo, al que califica de «monstruo semiológico». A fin de demostrar la inexistencia de una complementariedad que alimentó el prejuicio teórico de muchos psicoanalistas, despeja los rasgos singulares del sadismo y el masoquismo como entidades clínicas heterogéneas. Señala que «se debe volver a empezar todo por un punto situado fuera de la clínica, el punto literario, desde donde fueron nombradas las perversiones» ya que «las enfermedades son denominadas por sus síntomas antes que en función de sus causas».
Destaca, por ejemplo, una diferencia esencial entre el «humor» del masoquista que «desvía» la ley del padre y la «ironía» glacial del sádico, que tiende a erigir una ley imposible basada en la anulación de cierta naturaleza «segunda». Su mirada de excepcional penetración distingue las relaciones del masoquista y el sádico con el fantasma en páginas memorables donde revaloriza las tesis de Theodor Reik. Su reflexión afina al máximo las nociones freudianas de ideal del yo, pulsión de muerte, agresividad y superyó, mostrando cómo la concepción de este último pierde todo papel operativo en el hipotético vuelco de una entidad clínica y otra. Paralelamente a los desarrollos de Freud y Lacan sobre el sadismo y el masoquismo, la obra de Deleuze abre en este terreno novedosos y enriquecedores horizontes de pensamiento.