«De tiempo en tiempo se ha discutido (...) qué ha hecho el cristianismo por la mujer. Qué sitio ha ocupado la mujer en el seno de la familia y en la sociedad dentro de los pueblos que profesaron la religión de Cristo. Cómo era mirada la mujer a la luz de la doctrina de la Iglesia. (...) Jesucristo ignoró el muro invisible cuando requebró al alma humana, al hombre creado a su imagen, creado como hombre y mujer. Cada palabra que sale de su boca va dirigida a nuestra común naturaleza humana. (...) El santo más arraigado en la conciencia de los pueblos es María, la Madre de Cristo, la Reina de la misericordia (...). Pero también las mujeres que en su época confesaron a Cristo con su vida de santidad y de amor al prójimo, fueron consideradas como columnas de la sociedad y dirigentes y maestras de sus pueblos. (...) En una época llena de violencia y de sangre, una viuda nacida en un extremo de Europa, santa Brígida de Suecia, o una joven del pueblo, santa Catalina, hija de un tintorero de Siena, supieron dar buenos consejos a los poderosos de este mundo. Y el mundo las escuchaba con respeto aun cuando no seguía sus consejos. Llegaron a desempeñar un papel en la política mundial. Y reprendieron, aconsejaron y guiaron y, a veces, mandaron y dieron órdenes al vicario de Cristo en la tierra».