Voltaire, Rousseau, Hume, Adam Smith y tantos otros filósofos famosos, nos han habituado a asociar el siglo XVIII con la idea de «razón», pero la verdad es que fue también un tiempo de magia, misterio y confusión en el que florecieron nigromantes, profetas, herejes y masones, como el siciliano Giuseppe Balsamo, más conocido como conde Alessandro Di Cagliostro. La vida del conde de Cagliostro es misteriosa y fascinante: tenido por unos como un santo laico, que curaba a los enfermos y socorría a los pobres y, por otros, como un peligroso barbián cuyas ideas ponían en peligro los fundamentos mismos de la monarquía y el papado, Cagliostro fue sin discusión una de las figuras más extraordinarias de la segunda mitad del siglo XVIII. Amado y odiado por la aristocracia europea, se codeó con Casanova, Catalina la Grande, Goethe, Luis XVI y María Antonieta, así como con el papa Pío VI quien lo entregaría a la Inquisición para morir en sus cárceles en 1795. Su historia y su leyenda, que inspiró a Johann Strauss una opereta, y a Mozart un personaje de La flauta mágica, han llegado a nuestros días sin ponerse de acuerdo: para Umberto Eco, Cagliostro no es tanto un hombre del siglo XVIII como un «posmoderno» actual, un profeta new age, uno de esos telepredicadores que se ceban en la indigencia psicológica y en el desconcierto moral, pero para Walter Benjamin, Cagliostro es un titán de la cultura occidental, un mesías underground, el auténtico y último alquimista, un fantasma del irracionalismo que aterra a los fetichistas de la razón. Pero ¿quién fue verdaderamente el conde Cagliostro?