Lo mío no es vocación, ni carrera, ni oficio; simplemente tengo
humor. El chiste da para comer. Lo que pasa es que yo tengo un oficio
que, en este país, es como ser torero en Suecia. Es decir, que
caes simpático, pero no te dejan torear. El único inconveniente que
he encontrado en mi carrera ha sido el sentido del humor del país.
Dicen que los españoles no tienen sentido del humor, pero eso no es
verdad. Van a ver una película inglesa en la que los propios ingleses
se caricaturizan, y se lo pasan de miedo; pero hacer lo mismo
en España ya no les gusta. Los españoles tienen el sentido del humor
mutilado. Aunque se enfaden los ejemplarizados, le contaré una
serie de anécdotas. En en el guión de Soltera y madre en la vida, en
el que colaboré, el personaje antipático era un practicante. Enseguida
salió una carta de un practicante que no toleraba que a los
de su gremio se les llamara antipáticos. Cuando se me ocurrió decir
que Felipe II gobernaba como un secretario de Ayuntamiento, rápidamente
un secretario de Ayuntamiento, muy ofendido, protestó.
Hice otro chiste en que un nuevo rico le decía al maestro: «Aquí le
traigo al niño para que me lo entretenga hasta que se haga un hombre
de bien». Pues, un maestro indignado envió otra carta en son
de protesta.
La llaga purulenta de la censura obligó a Antonio Mingote y a sus
cofrades del buen humor a afinar la intención, propinarles vueltas
y vueltas de tuerca a las cosas, apuntar por elevación («creo que se
dice así en artillería»), hacer ejercicios de elipsis, sobreentendidos
y ambigüedades. «Esto no es deseable, pero ha tenido por consecuencia
unas herramientas más pulidas y un ingenio más aguzado»,
confesaba el maestro a propósito de la guillotina censora. La censura
rasgaba las páginas y los dibujos no aptos con un lápiz rojo.
Desvelamos en esta obra todos los chistes que fueron censurados
por la «santa madre iglesia del buen decoro» de turno, es decir, la
maquinaria del régimen, que obligaba al director de pe riódico de
turno a tener que censurar a su dibujante.